Un 19 de julio de 2007, la Argentina se quedó sin uno de sus cronistas más lúcidos y entrañables. Ese día fallecía Roberto Fontanarrosa, escritor, humorista gráfico y contador de historias que, desde Rosario, se volvió imprescindible para pensar(nos) con una sonrisa.
El “Negro”, como todos lo llamaban, nació en 1944 y desde muy joven mostró una sensibilidad particular para observar el mundo. No solo tenía un lápiz afilado para el dibujo, sino un oído atento al lenguaje popular. Allí donde otros veían rutina, él encontraba poesía barrial, picardía criolla y absurdos gloriosos.

Descolló como dibujante a partir de los años 70, en la revista Hortensia y luego en Clarín. Sus personajes —el matón entrañable Inodoro Pereyra y su perro fiel Mendieta, el desquiciado Boogie el Aceitoso, entre tantos otros— fueron mucho más que historietas: fueron una forma de contar la argentinidad desde el costado más humano y contradictorio. Entre el chiste y la reflexión, Fontanarrosa supo retratar nuestras miserias y grandezas con una honestidad desarmante.
Pero además de dibujante, fue un gran narrador. Sus cuentos, cargados de humor y ternura, circularon entre canchas, bares, redacciones y universidades. “No se lo explico porque usted no lo entendería”, decía uno de sus personajes. Pero él sí nos entendía. Conocía nuestras obsesiones (el fútbol, el café, las malas palabras, los amigos) y sabía convertirlas en arte.
Incluso frente a la enfermedad, la esclerosis lateral amiotrófica que fue apagando su cuerpo sin tocar su lucidez, el Negro siguió escribiendo. En el Congreso de la Lengua, en 2004, dio una lección inolvidable sobre la dignidad del idioma y el derecho a decir malas palabras con elegancia.
A 17 años de su partida, Fontanarrosa sigue vivo en cada charla de café, en cada cuento leído en voz alta, en cada dibujo que nos hace reír y pensar al mismo tiempo. Porque no murió. Se nos fue nomás, como quien dice, a patear historias en otra cancha.
Como dijo alguna vez, «¿Sabés qué? Mi cielo tendría canchitas de fútbol. A mi no va eso del cielo del nirvana. A los dos días te querés cortar las pelotas».