En Planeta Prohibido (1956), bajo el disfraz de una aventura interestelar, late una advertencia solemne y lírica sobre los límites del intelecto humano, la arrogancia del conocimiento y la fragilidad de nuestra ética frente a la omnipotencia de la razón desencarnada. Lo que comienza como una celebración del ingenio humano, adquiere lentamente una lectura en clave critica acerca de la abstracción total de la tecnología. En su estética barroca de ciencia ficción proto-psicoanalítica, la película dialoga con Shakespeare —es una relectura futurista de La tempestad— y a la vez con Freud, al anticipar que el superhombre no será el que domine la materia, sino el que logre domesticar sus impulsos primigenios.